Thursday, February 09, 2006

Cuando nadie le teme a la autoridad

Lo peor que puede ocurrirle a la autoridad es que nadie le tema a su poder y que, en cambio, la desafíe día a día, como parece que ocurre ahora con los delincuentes.

Ninguna fechoría se detiene o se paraliza porque haya o no presencia de autoridades en las calles.Los antisociales no tienen que ver con horas, con lugares ni con la “calidad” de sus potenciales víctimas.

Sean ricos, acomodados o pobres, cualquiera puede ser sujeto de un atraco o de un homicidio caprichoso.

Eso es lo que estamos viendo rutinariamente en el país. No pasa un día en que no se reporten casos de atracos o intentos de atracos en lugares públicos, centros comerciales o en plena calle, en una secuencia que parece indicar que desborda la capacidad de la Policía para evitarlos o hacerles frente.

Las tropas especializadas en el programa de seguridad democrática operan en barrios específicos donde se ha logrado aminorar la delincuencia, pero no todos los sectores de la capital ni de Santiago son alcanzados por el plan.

La Policía no puede hacer más de lo que ha hecho en los llamados “barrios seguros”, y de ahí que exista mucha preocupación por el auge que está tomando la delincuencia en otros sectores.

Como los delincuentes no parecen temerle a la autoridad del orden, ni mucho menos a la justicia, su capacidad de actuar y desafiar la ley es infinita.Y se sienten con la cancha libre para experimentar las más osadas formas de cometer sus actos.

Lo acaban de demostrar los individuos que, vestidos de militares y armados, montaron un “operativo”, como lo hacen las autoridades cuando van a allanar una residencia, y sustrajeron una suma millonaria a un casa-cambista, en su propio hogar.

Pero así lo han hecho en otras circunstancias, como por ejemplo asaltando instituciones financieras o perpetrando un acto de venganza por algún “tumbe” de drogas.

Esta estratagema de usar uniformes militares no hace mas que crear dudas y confusión en la ciudadanía, que no sabe si los que están uniformados representan o no a la autoridad.

Y estas dudas a menudo tienen su razón, pues no son pocos los militares o policías de verdad que cometen las fechorías.

Y si bien la mayoría de ellos ha sido despedida de las instituciones a las que pertenecen, no por ello pierden su condición de delincuentes natos, que pueden seguir operando en las calles, impunemente, porque algún juez los libertó enseguida.

Hay un justificado temor, una sofocante percepción, de que la delincuencia nos ha arropado y no hay formas de detenerla de cuajo. Lo grave es que esta percepción se fundamenta en los hechos conocidos. Si el país conociera los que no se dan a la opinión pública, por omisión voluntaria de las víctimas o de sus familiares, todos estuviéramos ya sobrecogidos. Y esa es, penosamente, la realidad en la que estamos inmersos, nadie sabe hasta cuándo.

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