Saturday, April 02, 2005

Juan Pablo nuestro.....

Como Jesús en el huerto, como los demás apóstoles que le precedieron en la promoción del evangelio en el mundo, así Juan Pablo II ha cumplido, en la agonía, la pasión gloriosa de los auténticos mártires de Dios en nuestra tierra.
El mundo entero vivió, gozoso, la gracia y el vigor de su misión pastoral.
También padeció como él los difíciles trances del fallido atentado contra su integridad y las recaídas de su salud.
La humanidad siempre admiró en Juan Pablo II la fortaleza de su espíritu, su afán emprendedor, su gran estilo como soldado de la fe, y su admirable apego a la vida y a la misión que el Señor le encomendó.
Nunca claudicó ni renunció a su misión.Y, como si parafraseara a Cristo en su íntima convicción de que le esperaba la gloria –“ nadie me quita la vida, sino que la entrego voluntariamente”– así Juan Pablo II le fue fiel discípulo y humilde siervo a su Señor.
La serena esperanza de su vida en Dios, le hace merecedor de la bienaventuranza eterna.
La muerte, para el creyente, es el paso a la plenitud de una vida que se inicia en este marco existencial, pero que la trasciende por medio de la comunión con Cristo.
“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”.
Juan Pablo, como sus antecesores en el ministerio, nos enseñó que la muerte física, inevitable, inescapable, no es el final del camino, sino la puerta que abre al hombre la oportunidad de su liberación y salvación del pecado.
Esa fue su prédica frecuente en sus contactos con gentes de todo el planeta y eso permitió que la Iglesia, ya decidida al “aggiornamiento” con el mundo actual, se globalizara, se entroncara en espacios en los que la fe era limitada, precaria o inexistente, y penetrara con todo ardor en ellos.
Y el Papa, como precursor de un estilo nuevo de comunicar el evangelio, con su buen humor, con su gracia, conquistó los corazones de millones de seres, especialmente los jóvenes.
Por eso su ausencia abrirá un gran vacío a una humanidad sedienta de paz y de unidad. Esa paz de la que está sedienta el mundo, sólo se conquista por medio de la justicia, la solidaridad y, especialmente, por la vía del perdón, como él nos lo enseñó.
Tanto tiempo entre nosotros, el Santo Padre deja una huella difícil de reproducir. Las semillas de paz y de perdón, de fe y de comunión cristiana que él ha sembrado a través del largo pontificado que termina, tienen necesariamente que germinar en un mundo distinto, en una nueva actitud del hombre frente a su padre creador y frente al prójimo.
“No temais”, nos dijo cuando asumió el Papado.Y ahora nos deja el reto de seguir remando fuerte, mar adentro, en el núcleo de la fe, para reencontrar a Dios, como él lo hará.

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