Friday, July 08, 2005

Perros realengos, entre la pestilencia y la rabia

SANTO DOMINGO, R.D.- Julio 10- Los perros realengos están por doquier en este país, coexistiendo a la libre en una sociedad en la que la fealdad del viralata ya quedó apabullada por otras dolientes realidades.


Los gatos también andan sueltos, pero a diferencia de los primeros, que viven ladrando y rebuscando en zafacones el sedimento de nuestras miserias, estos últimos hacen galas del sigilo y la acechanza para hincar sus dientes en cualquier lugar en que haya ración apropiada para sus estómagos.

Eso no quita que sean presas apetitosas de aquellos humanos que ni siquiera tienen la suerte de probar carne todos los días y que, como tantos cuadrúpedos sin dueños, se las buscan en estas calles a como dé lugar.

No sabemos cuántos perros realengos tenemos en el país, pero por el ruido de sus ladridos, no importa el lugar ni la hora, o por la forma en que algunos, los menos domesticados y feroces, se hacen presentes en el escenario, podríamos suponer que no cabrían en una gran perrera.

Uno de los problemas que heredamos de ellos es la rabia. Esta enfermedad se transmite, como sucede con otras plagas microbianas, con un poder expansivo que se disemina en la población y nos provocan muchas dolencias y amarguras.

Los perros realengos se mueven entre basuras y excrementos, de las cuales hay por montones en nuestros ambientes. Por eso vivimos en medio de tanta pestilencia y podredumbre.

En estos días, la Unidad de Control de Animales de la Policía Turística se propuso hacer una redada y sólo atrapó siete en la Zona Colonial. El comandante de la brigada dijo que los perros “se olieron” el operativo y escaparon. Los capturados fueron llevados al albergue que tiene la Sociedad Protectora de Animales (Padela), en Manoguayabo.

Es bueno saber que, por lo menos, los realengos tienen su propia sociedad civil, que los protege, y los vacuna. Aunque a menudo los castra.

Esto último evita que se reproduzcan y entonces crezcan en número y , acaso, en la potencialidad de riesgo de sus agresivos instintos.

Pero a pesar de estas precauciones, no faltan en el ambiente tantos realengos enfermos, holgazanes, con sus cuerpos deformes, que sólo por las babas que dimanan de sus mandíbulas o por el afán de morder lo que sea puede el humano darse cuenta que padecen rabia.

Hay otros, aparentemente sanos e inofensivos, que se ofrecen por dinero en esas especies de “pet-shop” que funcionan en algunas esquinas y en las proximidades de centros empresariales, sedes de partidos políticos y oficinas del Estado, pero que no pueden ocultar su origen y vocación “viralatina”, que también están llamados a engrosar este ejército de pulgosos que nos atribula.

Como no hay un programa presupuestado para sacar de circulación a tantos realengos que pueblan nuestros espacios, hay que conformarse con la idea de que, algún día, cuando sea menester, alguna autoridad se ocupará de aislarlos, controlarlos y evitar que sigan expulsando de sus bocas y estómagos, o de sus pieles sarnosas, las bacterias, larvas, orines y excrementos que nos enferman irremediablemente.

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