La marea haitiana
SANTO DOMINGO, RD.- Octubre 12- Como en el país no tenemos una regla clara o legislación para manejar, dentro de estos parámetros , el creciente e incontrolable flujo de haitianos, se nos ha creado aquí una situación problemática que se hace cada vez más difícil de resolver.
No hay nación que escape al fenómeno de la emigración de ciudadanos de otros países, tanto si se trata de profesionales como de infelices indigentes.
La nuestra lo conoce en dos direcciones: el de los dominicanos que se aventuran al mar o se confían en distintas estrategias engañosas para entrar ilegalmente a otros países, y el de los haitianos que penetran pacíficamente y que han formado una comunidad de más de un millón de personas en nuestro suelo.
La explotación, como fuerza laboral, y la discriminación, en sus aspectos humanos y legales, constituyen las caras desagrables y dolorosas de este fenómeno.
No es fácil enfrentarlo, resolverlo o manejarlo de la manera que sería ideal, es decir, reconociendo y respetando la dignidad de esos ciudadanos que se ven empujados a buscar en otros países las oportunidades que no tienen —o creen no tener— en el propio.
Como en el país no tenemos una regla clara o legislación para encarar, dentro de estos parámetros, el creciente e incontrolable flujo de haitianos, se nos ha creado aquí una situación problemática que se hace cada vez más difícil de resolver.
La magnitud que va asumiendo el problema ha llamado la atención del obispo de la Diócesis Mao-Monte Cristi, monseñor Tomás Abréu, quien a su vez nos alerta sobre el sesgo xenofóbico que perturba las relaciones, antes normales y pacíficas, entre haitianos y dominicanos en la frontera.
En su propio territorio pastoral se han producido ya ataques y agresiones mutuas entre los ciudadanos de los dos países, y las cosas han llegado al extremo —dice monseñor Abréu— de que “la gente quiere tomarse la justicia por su propia mano”.
Además de esta predisposición tan peligrosísima, el obispo percibe que una buena parte de los emigrantes haitianos no son personas que vienen a trabajar y ganar dinero, sino a delinquir, a robar reses, motores, frutos agrícolas y otros bienes.
Como hay mucha hambre, violencia y falta de autoridad en Haití, la desesperación se refleja en muchos de ellos. Pero resulta que aquí, en las regiones empobrecidas, se incuban también miseria, pobreza y desaliento.
Se crean, entonces, espacios en los que la regla de sobrevivir, alimentarse y producir, conduce a una desesperada lucha entre los de allá y los de aquí, en los que forzosamente aflora un antagonismo a muerte.
Hay que hacerle caso a esta patética realidad que presagia conflictos. Hay que asumir, como dijera monseñor, con seriedad y responsabilidad la tarea de definir rápidamente las reglas claras para admitir el ingreso temporal o permanente de los haitianos, antes de que el país se vea arropado por una marea humana, hambrienta y desesperada, a la cual no podrá alimentar, vestir ni emplear, y mucho menos desalojar de nuestro territorio.
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